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Vidas paralelas: Octavio Paz y Nicanor Parra

Ambos nacieron en 1914, hace cien años; con escrituras radicalmente distintas revolucionaron la poesía hispanoamericana


Uno nació en Mixcoac, entonces un pueblo en los suburbios de la Ciudad de México y hoy uno más de sus incontables barrios, el 31 de marzo. El otro, en San Fabián de Alico, un pueblo cerca de Chillán, en la región de Biobío, la puerta del sur de Chile, el 5 de septiembre. Corría el año 1914.
Uno creció en una “casa grande / encallada en un tiempo azolvado” a la sombra de su abuelo, un intelectual y escritor liberal, y de su padre, también abogado, apoderado de Emiliano Zapata en tiempos de la Revolución. A Sus 16 años ingresó en la Escuela Preparatoria Nacional, en el viejo palacio de San Ildefonso, en el centro de la Ciudad de México.
El otro creció en su pueblo natal —“todo está como entonces, el otoño / y su difusa lámpara de niebla, / sólo que el tiempo lo ha invadido todo / con su pálido manto de tristeza”— junto a su padre, profesor de primaria y músico, a su madre costurera y a sus siete hermanos y hermanas —una de ellas llamada Violeta. A los 18 años se fue a Santiago a terminar sus estudios con una beca de la Liga de Estudiantes Pobres.
Uno, en 1933, a sus 19 años, en México, publicó su primer libro de poemas al que puso por nombre Luna silvestre. En realidad fue una pequeña plaquette de apenas 75 ejemplares. De esos poemas su autor diría mucho después que fueron “pecados sin remisión”.
Dos años después, el otro, a sus 21, en Santiago, también publicó su primer libro de poemas: Cancionero sin nombre. Se dice que la sombra del Romancero gitano de García Lorca pesa en este libro; lo cierto es que ahí ya está la voluntad de cantar y contar al mismo tiempo y hacerlo, además, en tono popular.
Ahí terminó, para ambos, una vida y se inició otra. Ahí, acaso sin saberlo del todo, comenzaron a ser los poetas Octavio Paz, uno, y Nicanor Parra, el otro. Pero todavía hay algunas cosas más que contar.
En 1937, el joven Paz, dejó al mismo tiempo la casa paterna, los estudios universitarios y la Ciudad de México. Recién casado con Elena Garro, se fue a Yucatán, a enseñar en una escuela de obreros y campesinos en el México socialista de Lázaro Cárdenas. Y ese mismo año, en plena guerra civil, marchó a la España republicana como miembro de la delegación mexicana al Congreso Antifascista. Volvió a México y derrochó sus energías en la agitación política y literaria. (Sobre estos años de Paz se puede consultar con mucho provecho Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, 2004, de Guillermo Sheridan.) Más adelante, en 1943, el poeta se fue a Estados Unidos becado. Poco después se incorporó al servicio diplomático de su país. Así comenzó un largo periplo por el mundo que lo alejaría de México por lo menos por diez años.
 Mientras tanto, el joven Parra, en 1937 ya era profesor de Matemáticas y Física en el liceo de Chillán y había recibido el Premio Municipal de Santiago por su contribución a esas ciencias. En 1943 también Parra se fue a Estados Unidos, becado para estudiar Mecánica Avanzada en la Brown University. A su regreso de ese periodo de formación, se  incorporó a la Universidad de Chile como profesor titular de Mecánica Racional. Y el final de esa década, siempre en el camino de la ciencia y la academia, lo encontró en Oxford, Inglaterra, estudiando cosmología.
Pero ni la vida diplomática en un caso, ni la vida académica en el otro, los distrajeron de su ocupación y su preocupación central: escribir poemas, buscando por todos los caminos la voz que el mundo que ya cada uno cargaba dentro de sí necesitaba para expresarse.      
Entonces ocurrió lo que tenía que ocurrir. En 1949, Paz —tenía entonces 35 años— revisó críticamente todo lo que había escrito hasta entonces, corrigió y ordenó ese material en un solo volumen dividido en cinco partes y lo publicó con el título de Libertad bajo palabra. Seis años después, en 1954, en Chile, después de haber guardado silencio durante casi dos décadas, Parra —el físico y poeta tenía entonces 40 años— publicó su segundo libro titulado Poemas y antipoemas.
Desde entonces nada volvió a ser lo mismo en el ámbito de la poesía hispanoamericana. Pero, para medir los alcances de esta aseveración, es necesario explicar algunas cosas.
En los años 20 y 30 del siglo XX, la poesía hispanoamericana vivió un cambio profundo: la irrupción de las vanguardias. En diversas partes del continente, estos movimientos se rebelaron contra el pasado —lo negaron— e hicieron del cambio y, por lo tanto del futuro, los objetos de una nueva religión pagana. A nombre del cambio, los poetas vanguardistas innovaron profundamente las formas de la poesía, rompiendo todos los moldes hasta entonces vigentes —la herencia del Modernismo— y se abrieron a una experimentación que aparentemente no tenía límites. A nombre del futuro, sintieron suyas las utopías sociales y políticas: los paraísos terrenales y terrestres. Estas utopías, con el triunfo de la Revolución Rusa en 1917, dejaron de ser ideas o postulados voluntaristas y se convirtieron en realidades que los pueblos podían alcanzar. La historia al fin estaba al alcance de las manos, y la poesía se comprometió con ese destino histórico que parecía inexorable.   
Altazor del chileno Vicente Huidobro, Trilce del peruano César Vallejo, Residencia en la tierra del chileno Pablo Neruda, Veinte poemas para ser leídos en el tranvía del argentino Oliverio Girondo, 5 metros de poemas del peruano Carlos Oquendo de Amat, para citar solo algunos libros centrales, expresaron esa radical ruptura con el pasado y la voluntad de fundar un futuro. VÍCTIMA. Sin embargo, el ímpetu de las vanguardias acabó siendo víctima de su propia dinámica. La innovación se convirtió en dogma —esa paradoja que mucho después el propio Octavio Paz pudo formular como la tradición de la ruptura—. Y la fe en el socialismo, la gran utopía del siglo XX, sólo podía mantenerse a condición de cerrar los ojos ante las atrocidades del socialismo real. Para los poetas hispanoamericanos, la guerra civil española fue la prueba de fuego de los alcances de su fe.
En esas tensiones transcurrieron los años de formación de Nicanor Parra y Octavio Paz. Décadas después, este último, en un ensayo en el que reflexiona sobre la poesía moderna —Los hijos del limo, 1974—, apunto lo siguiente: “Hacia 1945 la poesía en nuestra lengua se repartía en dos academias: la del ‘realismo socialista’ y la de los vanguardistas arrepentidos. Unos pocos libros de unos cuantos poetas dispersos iniciaron el cambio... Todo comienza —recomienza— con un libro de José Lezama Lima: La fijeza (1944). Un poco después (no tengo más remedio que citarme) Libertad bajo palabra (1949) y ¿Águila o sol? (1950). En Buenos Aires, Enrique Molina: Costumbres errantes o la redondez de la Tierra (1951). Casi en los mismos años, los primeros libros de Nicanor Parra, Alberto Girri, Jaime Sabines, Cintio Vitier, Roberto Juárroz, Álvaro Mutis... Estos nombres y estos libros no son toda la poesía hispanoamericana: son su comienzo”.
A diferencia de los vanguardistas de los años 20 y 30, esos poetas no actuaban colectivamente ni respondían a consignas compartidas. Fue más bien, como apunta Paz, una “acción clandestina, casi invisible y que muy pocos tomaron en cuenta”. “En cierto sentido —continúa— fue un regreso a la vanguardia. Pero una vanguardia silenciosa, secreta, desengañada. Una vanguardia otra, crítica de sí misma y en rebelión solitaria contra la academia en la que se había convertido la primera vanguardia...”         
Es hora de volver, entonces a Libertad bajo palabra de Paz y a Poemas y antipoemas de Parra. Son al mismo tiempo puntos de llegada y puntos de partida. Concentran en su más alto punto de maduración lo que estos poetas habían hecho hasta entonces y, al mismo tiempo, abren amplios espacios en los que no solo habitará su poesía sino también las de otras generaciones.   
Con Libertad bajo palabra la poesía de Paz se define, para usar una palabra suya, como una poesía de convergencia. Paz apuesta por una poesía crítica, es decir, a una poesía consciente de que la materia de que está hecha, el lenguaje, no es ya una fuente de certezas inmediatas sino un surtidor permanente de interrogantes. Cuando el poeta habla no solo se pregunta por el sentido del mundo o de sí mismo sino también se pregunta por sus propias palabras, por su sentido o sinsentido. Este gesto es al mismo tiempo una ética y una estética: es una moral crítica frente a las fáciles certezas y, por otra parte, le devuelve al leguaje su materialidad, su condición de objeto en el mundo. El otro rasgo es el socavamiento de la concepción del tiempo lineal que lleva al futuro. Paz subvierte el tiempo: ni pasado ni futuro sino la revelación del instante, del presente, del único tiempo humano real. Pero también una subversión del tiempo que intenta reinscribir la historia en el poema. Parra.  Por su parte, con Poemas y antipoemas Parra instaura una poética que rompe con la poesía o, mejor, con una manera de entender la poesía. El antipoema es, precisamente, la negación del poema. Su gesto de negación en su radicalidad es similar al de Duchamp respecto a la pintura o al de Cage respecto a la música. “Todo es poesía, menos la poesía”, escribirá en un libro posterior. Parra rompe también con la figura idealizada del poeta como demiurgo —Vicente Huidobro decía que el poeta es un pequeño Dios—, como mago que revela verdades ocultas al común de los mortales o como profeta que habla en nombre de los otros: la naturaleza, el pueblo o la historia. Para Parra el poeta no existe, lo que hay es un incesante juego de máscaras (o de voces) que todo el tiempo ponen en cuestión a la propia poesía y con ella al poeta. Frente a la solemnidad de la poesía, Parra antepone el habla cotidiana, el descaro del giro popular y el humor. El humor es el gran disolvente de un mundo enajenado. En el resto de su obra, no hará sino intensificar a grados cada vez más extremos estos rasgos.
Nacieron el mismo año, 1914. Atravesaron prácticamente todo el siglo XX con sus tensiones, glorias y miserias. Escribieron poemas totalmente diferentes. Paz murió en Ciudad de México en 1998. Parra, en su retiro del pueblo de Las Cruces, frente al mar Pacífico, en septiembre cumplirá cien años. Vidas paralelas, también vidas para leerlas.

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